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domingo, 30 de abril de 2017

Lectura, viajes, amor



Que al ser humano le apasiona viajar es una cuestión que nadie discute. Desde siempre. El por qué, es más complicado de explicar porque los viajes son parte indisoluble del espíritu y, ya se sabe, el espíritu es algo escurridizo. Tal vez sea que concede el hábito de vivenciar colores, hasta entonces ignorados, y a la realidad del mundo, dentro de la dimensión vital que encierra cualquier viaje, y esto es algo que todos deberíamos vivir. Tal vez sea que viajar es una actividad física, una actividad psíquica, y una actividad espiritual, constantemente interrelacionadas, en continua transmutación. Como el amor. Como la lectura.

Pienso que todo paisaje es como un libro, que admite amorosamente miles de lecturas y permite que cada paseante resignifique -en ese presente original- el suelo donde está parado, otorgándole un sentido especial a partir de la propia experiencia personal.

Así como la lectura forma, transforma, informa y conforma, colocando al lector en perspectiva con lo que es íntimamente, enfrentándolo a su propia esencia, cada paisaje que ingresa al ánimo del viajero es una nueva herramienta para su vida, la que lo acunará y sostendrá imprimiéndole energía cuando sea necesario, la que le permitirá reinventarse a través de la enseñanza de lo vivido a lo largo de su existencia.

Cada individuo es un universo, una suma de paisajes que sus ojos aún no miraron. O una búsqueda propia del mundo, cada vez que imprime su mirada personal a cada horizonte. Hay viajeros a los que les encanta la ciudad y las calles con sus vidrieras, los hay exploradores de paisajes característicos, mientras que otros buscarán conocer las costumbres mezclándose con la gente del lugar. Y asimismo, cada sitio posee una energía determinada, única pero que actúa diferente según la persona. Viajar es una lectura, porque viajar es sentir el movimiento del entorno y la evolución de sí mismo adentro de la vida. Por ésto digo que cada viaje es una historia de amor, con el entorno, con el paisaje, con la cultura y el arte del sitio visitado, con el aire y con los atardeceres, con el aprendizaje.

A dos personas les puede gustar mucho el mismo sitio, ponele Merlo, en San Luis, y cuando les preguntas que es lo que le encuentran de maravilloso, una te dirá que la energía del lugar y su gente, otra te contará acerca de la mansedumbre de sus pájaros, como habrá quién retiene el color indefinidamente bello de sus cerros y quién se maraville con el águila que baja a comer todos los días a la misma hora. Igual pasa adentro de varias personas que leen un mismo texto.

El viajar nos entrena la capacidad, la aptitud y la actitud para ver lo nuevo, lo extraño, lo no cotidiano. Nos cambia la mirada, como cada historia de amor. Nos permite el milagro de la resignificación, como cada nueva lectura. Viajar nos vuelve más maduros, más profundos, más humanos; hace que nos sintamos más cerca del mundo porque conocer un poco más el mundo que nos sostiene es conocernos más a nosotros mismos, con una manera que no se circunscribe a ningún lugar concreto y se asienta en algo más profundo: su esencia maravillosa, la que deja la huella interna, ese gusto a cosa insuficiente e imperfecta que impulsará al próximo viaje; y así… porque el viajero asume como propia la aventura de sentir que siempre habrá una emoción para emprender, como un lector ante el libro, como cuando sentís cerca al amor y le sonreís.




MabelBE ·  2008

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